Mi cuerpo amanece lleno de ilusiones, de impulsos ignotos, valientes y osados.
Siento hambre de monte, de amanecer, de aurora, de café negro en silencio, de mi tierra sanadora.
Llevo en mis cacharpas tantos sueños que temo quebrar la esperanza.
Entonces, sola, paso a paso, casi como una intrusa, me siento conquistadora.
Emprendo viaje, enciendo mi alma con un gozo que no sabe de abismos o alimañas con la confianza tan infantil y genuina que no conoce riesgos.
Ando en la llanura espesa de silencios, bordeando acantilados de dañinos recuerdos y si en algún segundo llego justo al abismo, una ráfaga inmunda me golpea y detiene.
Es miedo.
Un miedo salvador e instintivo que me obliga a aferrarme a la calma segura, al olvido apacible y es pausa en el rellano, un alto en el camino, un suspiro de alivio al ver lo recorrido por más que lejos quede la meta del destino.
Me siento un peregrino de un espacio sagrado buscando mil respuestas que nunca he encontrado.
Duermo entre los juncos y a media luz despierto con una luna llena y un montón de estrellas... sin nombres. Nuevas, únicas, jamás vistas por el hombre, mías y es aquí que el camino deja en mí una huella imborrable.
Mañana trataré de hacer orilla río arriba y si mi cuerpo resiste esperaré la noche despierta para gozar en secreto la aparición de mi primera conquista. Ya nada se me hace imposible, estoy en mi ambiente rodeada de sauces y luciérnagas, confiada en que la ruta está hecha a la medida de mis pies cansados y la línea de llegada muta a la par que el color del cielo.
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