No sé cuántas había, tal vez cientos o miles.
Eran todas iguales de soberbia belleza y bordaban el cielo con un tejido vivo de plumas y graznidos. Y como si escucharan una música suave bailaban por el aire sincronizando el tino.
¿Quién dirige esa celestial marea? ¿Qué instinto sobrehumano las convoca y pasea?
¿Qué mano poderosa apunta un rumbo fijo? ¿Qué viento huracanado, por fin, las balancea?
Eran todas iguales en el cielo celeste aceptando señales de invisible maestre.
Eran todas iguales en el cielo infinito, siendo los animales cada uno distinto.
¡Qué belleza tan honda! Mis ojos son testigos
del brutal remolino cadencioso y tranquilo
de esta red que se agita a fuerza de aleteos
y de un solo latido.
Pero al llegar la noche, en orden y en silencio se arriman a la orilla del lago más sereno; se buscan entre tantas con familiar gorjeo, se sacuden, se arrullan, sueñan con su nidada y duermen todas juntas sabiendo que son parte de una enorme bandada.
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